sábado, 15 de enero de 2022

Las mejores películas inéditas en España de 2021 (IX)

3.- Petit Solange (2021), de Axelle Ropert, Francia

Si atendiéramos a la primera acepción, el pico sentimental de Petite Solange estaría en lo que ocurre después de la escena que he descrito, que sin embargo Ropert nos omite. Evitando los spoilers, digamos que deja todo el dramatismo de cierta acción contenido en un solo plano detalle de la bufanda de Solange, una imagen-sinécdoque antes de que el fundido a negro y un amplio salto temporal nos nieguen la visión de todo lo demás. Pero, si atendemos a la auténtica acepción de melodrama, el auténtico corazón emocional del filme de Ropert está en esa escena, en la que no se pronuncia una sola palabra y que no hace más que confluir toda la trama anterior sobre la soledad de Solange, sobre la infinita ternura, sensibilidad y candidez de una chiquilla a la que han dejado incapaz de lidiar con el divorcio de sus padres. Es entonces cuando la melodía —sonora y visual— asalta la imagen; cuando los dos niveles musicales se funden en uno, cuando Solange parece reaccionar a las cuerdas de la orquesta virtual en lugar de a la fanfarria de la banda «real» que la rodea, cuando el brillo de tres colores saturados asienta una atmósfera emocional… o cuando no hay nada más elocuente que el movimiento de cámara que va de las teclas al rostro de Solange, sin que este tenga que estallar en llanto ni expresar nada más allá de su presencia.
En sus anteriores películas, Ropert ya ha demostrado su dominio del melodrama entendido, antes que nada, como el saber tocar determinadas notas musicales, cromáticas o lumínicas. Lo que aplica en Petite Solange es una depuración de su estilo, menos evidente en lo visual y sin los toques de excentricidad habituales de sus personajes, que en buena medida viene determinado por una especie de fe en el modelaje bressoniano o la vieja idea de la fotogenia. Porque, antes que nada, el filme se define por el rostro de su actriz protagonista, por toda la carga de dulzura y delicadeza que implica observarlo en primer plano o escuchar su voz. A partir de ahí, Ropert construye todo lo demás, con una particular sensibilidad al tiempo expresada en las numerosas elipsis que puntean la película, que cortan las escenas lo bastante avanzadas como para asentar su organicidad dramática, pero lo bastante pronto como para observar con melancolía los minutos, horas, días o meses que se nos escapan entre aflicciones. De ahí que la película rinda tributo a su materia prima, el rostro de Solange/Jade, en un último primer plano introducido por un brusco zoom, que la contempla de frente unos segundos antes de dejar congelado el fotograma; y que este plano de cierre sea una constatación del transcurrir del tiempo, cuando hemos comprobado los efectos ya irreversibles de todo por lo que ha pasado la protagonista, y cuando la madre ha dejado una frase inapelable: «Y ya está… Catorce años. Un día de estos tendrás quince años, dieciséis años, diecisiete años…». Pero, a la vez, la congelación de ese fotograma entraña una pequeña victoria de la imagen sobre el tiempo. O, si lo prefieren, del cine sobre la vida. Porque en esta sublimación de las formas —ya saben, de la melodía— propia del melodrama lo que hay es un triunfo sobre la transitoriedad de los sentimientos que las componen.

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