lunes, 2 de agosto de 2021

Las 100 mejores películas de terror del siglo XXI (XXXIV)

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4. Hereditary (2018), de Ari Aster. Saludada en el momento de su estreno como una película de terror tan importante para nuestros tiempos como El exorcista pudo serlo en su día, publicidad que podría jugar contra ella, como consecuencia de las expectativas que pudiera generar, Hereditary fue una inmejorable carta de presentación para un joven (32 años) y nuevo cineasta destinado a remover los cimientos del género: Ari Aster. La secuencia que abre la cinta es toda una demostración del talento del debutante director para manejar la cámara de forma virtuosa. En ella vemos como la imagen se va acercando, mediante un maravilloso travelling, a una casa en miniatura que reproduce la de la familia protagonista, los Graham, hasta llegar a un dormitorio que, de pronto, pasa a ser el auténtico, donde entran en escena sus personajes. Los preparativos del funeral de la abuela, una mujer definida por su propia hija como de trato difícil y hábitos extraños, sirve para que conozcamos al resto de familiares que protagonizan la historia. Annie (una Toni Collette superlativa) es una galerista un tanto inestable emocionalmente, que mantiene una conflictiva relación con su hijo mayor, Peter, mientras que la silenciosa hija pequeña, Charlie, que había estado muy unida a su abuela, es la que más afligida queda por su pérdida. Mediando entre madre e hijos está el padre, Steve, posiblemente la persona más equilibrada y racional de la familia y testigo impotente de cómo esta comienza a resquebrajarse desde el instante en que comienzan a manifestarse a su alrededor fenómenos sobrenaturales cada vez más virulentos. El guion del propio Aster huye de lo obvio y, cuando parece que el relato va a incurrir en algún tópico del género, se atreve con alguna atrevida vuelta de tuerca que haga que el espectador nunca sospeche hacia donde se le está dirigiendo. El horror de esta película se cuece a fuego lento, desentrañando los tormentos interiores de cada uno de sus personajes, provenientes de unas relaciones familiares que rozan lo enfermizo. La alargada sombra de la abuela sobrevuela cada fotograma sin necesidad de aparecer en pantalla, solo a través de las secuelas que ha dejado su pasada influencia en sus descendientes. Ari Aster hace que parezca fácil algo tan complicado como hacer que un drama familiar, de marcado carácter psicológico, vaya derivando, conforme se suceden los acontecimientos, en una pesadilla paranoica que se instala en los ambiguos terrenos demoníacos de La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968). Secuencias tan impactantes como la sesión de espiritismo en casa del personaje encarnado por Ann Dowd, o el clímax final que culmina con una de las imágenes más perturbadoras del género reciente, salpican este meticuloso estudio de su realizador sobre unos personajes rotos –los disecciona y observa con idéntico mimo al que Annie emplea con las figuritas que construye– dentro de una historia poliédrica, que habla de sentimientos tan terrenales como la pérdida, la culpa o el rencor. Una joya.
3. La bruja (The Witch, 20159, de Robert Eggers. Sorprendió Robert Eggers, con solo 32 años, por la madurez reflejada en uno de los debuts como director más contundentes que se recuerdan, el que llevó a cabo en La bruja. Historias de brujería habíamos visto muchas en la gran pantalla, pero esta podría ser la definitiva (y definitoria) del subgénero, gracias al enfoque realista y serio que le otorga a un relato ambientado en la Nueva Inglaterra del siglo XVII, un período de oscurantismo y fanatismo religioso que le sienta de fábula. Eggers presenta a una familia de colonos que ha sido expulsada de un asentamiento puritano y que ha terminado encontrando refugio en una cabaña enterrada en el corazón de un bosque. Los padres, William y Katherine, y sus cuatro hijos, la adolescente Thomasin (la fascinante Anya Taylor-Joy fue toda una promesa, hoy felizmente convertida en una realidad), el joven Caleb y los pequeños gemelos Mercy y Jonás, pronto verán como ese mal que las creencias populares aseguran que habita en las profundidades del lugar, se va apoderando de sus vidas, justo desde el momento en que una bruja secuestra y asesina a Samuel, el bebé que acababa de llegar a la familia y que se encontraba bajo el cuidado de su hermana mayor. El germen de La bruja se encuentra en la fascinación que su director y guionista tenía hacia las figuras de las brujas cuando era niño, y, lejos de limitarse a ser una más en torno a esa mitología, ha optado por ejecutar un portentoso drama histórico en el que sus personajes atraviesan por todo tipo de penurias (desde la falta de fertilidad de las tierras que deberían proveerles de alimentos, a la muerte que se ceba con los miembros más jóvenes de la familia) que parecen responder a algún tipo de castigo divino o a la intervención de fuerzas malignas, de carácter sobrenatural, algo que va minando la salud mental de los padres. Anya Taylor-Joy compone un personaje femenino cargado de fuerza y que, bajo su apariencia angelical, parece subyacer un fondo considerablemente más turbio, capaz de vender su alma al diablo. Ella es el corazón de una propuesta de Folk Horror que sugiere más de lo que muestra, valiéndose de unas imágenes preciosistas que el director de fotografía Jarin Blashke se encarga de hacer inmortales y de una música de Mark Korven espeluznante. El terror a lo desconocido, a lo invisible, es contagiado por los personajes al espectador, que asiste estupefacto a un perturbador cuento de brujas en el que niños son tentados por unos placeres de la carne ofrecidos por estas y que les hace caer en el pecado (en este caso, el preadolescente Caleb, que empezaba a tener su despertar sexual, sutilmente insinuado en las casi incestuosas miradas que profesa a su hermana Thomasin), animales son cruelmente desmembrados y demás truculencias que hacen de esta una experiencia que recurre a elementos primitivos y viscerales para generar incomodidad, no apta para espíritus sensibles.
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