miércoles, 14 de julio de 2021

Las 21 mejores películas del siglo XXI (II)

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14.- En la playa sola de noche (Bamui haebyun-eoseo honja, 2017), de Hong Sang-soo

Conectar con En la playa sola de noche es compartir con su protagonista el extraño placer de lamernos las heridas, volver una y otra vez sobre el recuerdo doloroso. Quizá porque, al hacerlo chocar de nuevo en el rompeolas de nuestra memoria, alcancemos a darle una fugaz ilusión de repetición. Por eso, sentarse ante el mar nocturno a ver romper las olas y evocar al amor desaparecido forman parte de un mismo proceso por el cual nos empeñamos en arrancar conatos de repetición de la implacable fluidez lineal del tiempo. En esta misma lógica encontramos el magnetismo que el cine de Hong ha ido encontrando base contar las mismas cosas una y otra vez. Convivir con el pasado irrepetible a base de no dejar de repetirlo, de madurar su ausencia madurando esa repetición, que siempre vuelve a lo mismo pero siempre de otra manera.

13.- Melancolía (Melancholia, 2011), de Lars von Trier

La anatomía de la imagen de la mejor película de Lars von Trier de este siglo se caracteriza por un rigor de vocación pictórica que se extrapola tanto a la narrativa como a los personajes sobre los que se articula. Una puesta en cuadro donde cada elemento está estudiado y medido, al igual que lo están cada uno de los gestos de los habitantes de un mundo al borde de la extinción. Sus miradas pétreas, sin embargo, dejan espacio para la tensión, para la emoción, para aquellas sensaciones primarias devenidas asideros ante el dolor irremisible. En una de las escenas icono de la película, Justine (Kirsten Dunst) flota desnuda en un lago abandonado, rememorando el trabajo más célebre de John Everett Millais, Ophelia (1852). Dicho lienzo exalta la pasividad de una generación de jóvenes entregados al destino más cruel: la adultez. El cineasta danés va más allá y nos habla de la condición humana como única razón para no mirar atrás y dar este mundo por perdido.

12.- Drive (2011), de Nicolas Winding Refn

La prosa fragmentada del infravalorado James Sallis, habitante inusual del noir literario en las dos últimas décadas, encontró un idilio inesperado con otro cuerpo extraño de la cinematografía contemporánea: Nicolas Winding Refn. Sin renunciar a la esencia de la novela original, el cineasta danés cimenta este ya clásico del género en un particular uso de la violencia —que podríamos encuadrarla dentro de ese concepto de «brutalidad pop» que iniciaron autores como Quentin Tarantino— que contrasta, por otro lado, con una mirada romántica y melancólica que baña gran parte del metraje. En este particular retrato del descenso de Orfeo hacia el inframundo con la intención de rescatar a Eurídice y su vástago, liberado de toda épica, y ubicado en los intersticios de la mundanidad, se reformula el basamento del género, creando una sintonía propia. Las miradas entre Driver —un sensacional Ryan Gosling— e Irene (Carey Mulligan), transmiten un magnetismo que hace suyo la propuesta de un realizador único, firmante de un conjunto de escenas que conquista nuestra retina y perdura en nuestra memoria —como los estribillos de las canciones que las acompañan.

11.- Call Me by Your Name (2017), de Luca Guadagnino

Guadagnino propone un complejo nivel de estratos temporales y referenciales, sugerente por su vaguedad. Son capas que sin necesidad de ser explotadas con fines narrativos (o quizá precisamente por eso) encajan con naturalidad en el cuadro. También crea un espacio definido por la erudición de sus habitantes, sumada a una llamativa pluralidad sociocultural. Lo llamativo es que, con la ubicación en la casa vacacional y la época veraniega, intelectualismo y ocio quedan asociados de forma muy clara. La película hace con ello una defensa de la erudición como otro placer más de la vida, equiparable al descubrimiento de la sexualidad y el primer amor que mueve su relato principal. Guadagnino parece incluso personificarse en el padre de Elio, que remata toda esta composición con un pequeño y hermosísimo alegato final a favor del disfrute.

10.- El señor de los anillos: El retorno del rey (The Lord of the Rings: The Return of the King, 2003), de Peter Jackson

Traicionando la letra, pero sin duda manteniéndose fiel a su espíritu, Peter Jackson convirtió en trilogía cinematográfica la saga de El Señor de los Anillos (1954-1955) de J. R. R. Tolkien. En su cierre, El retorno del rey, el relato alcanza toda la emoción requerida para una obra envuelta en la bruma de lo mítico. El Bien derrota al Mal en su enfrentamiento definitivo: los Rohirrim cargando contra el ejército orco recortándose en un cielo iluminado de manera antinatural, la luz del prodigio; la dama Éowyn alzándose espada en mano contra el Señor de los Nazgûl en lucha a muerte; o Frodo y Sam, rodeados por la lava del Monte del Destino, esperando el fin recordando en su último aliento el añorado hogar. Todo abraza las cumbres de la épica, desde lo más pequeño a lo más grande, y sus imágenes serán ya inseparables de una historia que desde su primera lectura nos dejó marcados para siempre.

9.- El cuento de la princesa Kaguya (Kaguya-hime no Monogatari, 2013), de Isao Takahata

Lo apuntaba Mirito Torreiro: a través del uso audaz del vacío (ma), en El cuento de la princesa Kaguya, todo lo presente parece perderse en lo indefinido de la tradición oral japonesa. Los límites del plano se disuelven en la nada y, con ello, devienen eminentemente anacrónicos. La impenetrabilidad de la película-pergamino de Takahata podría ser un enclave de resistencia último a la imagen como mundo navegable del realismo inmersivo de Pixar. Sin embargo, descubrimos en su diferencia un gesto plenamente contemporáneo: la abolición radical de la mise en scène como código de lectura, una invitación a refinar nuestra vista.

8.- Elogio del amor (Éloge de l'amour, 2001), de Jean-Luc Godard

El amor está por reinventar, ya se sabe (Arthur Rimbaud). Una película de Godard no es sólo una película, no tiene una única dirección ni un único tema, ni, mucho menos, una única forma. En Elogio del amor, Godard pasa de una forma bressoniana al reflejar las tres edades del amor, en un austero blanco y negro que acompaña a sus actores estáticos, a una forma godardiana con el color saturado y adulterado del video de apariencia casera para hacer un recorrido por la memoria, la del cine y la de Europa. Sus dardos dirigidos a los EE. UU. no vacilarán al hacer mencionar a sus personajes que «como no tienen historia, quieren comprarla». El Holocausto no puede ser una excusa nunca en el cine de Godard, está en su código genético, como la idea de que en Spielberg se encuentra la representación de lo peor que supone Hollywood. Con Elogio del amor Godard vuelve a París, continúa su evolución y su experimentación, su inagotable capacidad de evolucionar, y hasta ahora.
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