martes, 16 de febrero de 2021

Cinco hermosos melodramas para ahogarse en la felicidad de las lágrimas

Hay tragedia, drama intenso, terrible y noble. Y luego está el melodrama, historias terriblemente tristes, que te hacen llorar tanto que se vuelve casi dulce dejarse mecer por estas lágrimas derramadas… ¿Están cerrados los cines? Aquí hay cinco razones admirables para estar locamente.
Definición de melodrama: "Subgénero de drama en el que se hace especial énfasis en los sentimientos de los personajes, normalmente exacerbados o exagerados, desempeñando los aspectos emocionales o sentimentales un gran papel en la trama". ... Sí pero, gracias a sus propios excesos, el melodrama en el cine -como el thriller, además- permite muchos atrevimientos psicológicos. Y muchos hallazgos estéticos. Aquí hay cinco, más o menos famosos, uno de los cuales termina bien. Porque, a diferencia de la tragedia, inevitablemente implacable, el melodrama autoriza el perdón. Una posible redención. El comienzo de una feliz fatalidad.

El puente de Waterloo (Waterloo Bridge, 1940), de Mervyn LeRoy

Ella no se parece a los personajes habituales de los melodramas. Sin ser una sufridora (como la heroína de Carta de una desconocida, de Max Ophuls), Myra (Vivien Leigh) es menos víctima del destino que de sí misma. Si renuncia a la pasión, es para obedecer a una moral, basada en el honor, que ha hecho regla de vida. Durante la Gran Guerra, tuvo que rebajarse. Privarse. Incluso prostituirse. Cuando volvió la paz, no pudo, por tanto, abandonarse al amor que le tiene a un oficial noble y puro (lo interpreta Robert Taylor y esa es la única debilidad de la película: ¡cuesta imaginar a este yanqui como un heredero británico!...). Vivien Leigh, cuyas problemas psicológicos conocemos, añade una inquietante ambigüedad a esta extraña, exigente y exaltada figura. Un fantasma de un clásico del siglo XVII que, a fuerza de exigencia y orgullo, revive los tormentos de los personajes de Racine...
Vivien Leigh en El puente de Waterloo (1940)

Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948), de Max Ophuls

Está llorando, probablemente por primera vez. Sobre una carta. Sobre su vida. Sobre esta mujer olvidada que sólo lo amaba a él... Generalmente, es el dolor secreto de la mujer lo que Max Ophuls magnifica (Danielle Darrieux en Madame de…, Martine Carol en Lola Montes). Aquí, es a un hombre que le devuelve, en el último momento, al hacer que muera por ella, su dignidad perdida... Stefan (Louis Jourdan) está cautivo de su egoísmo. Lisa ( Joan Fontaine), de una obsesión amorosa que la lleva al masoquismo puro. Un abismo los separa, que solo el arte puede llenar. De ahí los amplios movimientos de cámara del cineasta que parece rodearlos y esos planos encadenados de sus rostros que los hacen encontrarse por unas fracciones de segundo. En cierto modo, el todopoderoso Ophuls otorga a los amantes lo que el cielo les niega. Para él, es el artificio el que dice la verdad.
Louis Jourdan en Carta de una desconocida (1948)

Imitación a la vida (Imitation of Life, 1959), de Douglas Sirk

Los sirve durante el funeral de una madre a la que llevó a la desesperación... Una escena grandiosa como le gustaba a Douglas Sirk: una catedral, un ataúd cubierto de flores y, a modo de apoteosis, Mahalia Jackson entonando Trouble of the World ("Yo he terminado con los problemas del mundo")... Las dos faltas de Sarah Jane (Susan Kohner), la mezcolanza que a menudo se basa en el salario del pecado, es haber despreciado a su pobre madre negra, que siguió siendo una doméstica toda su vida. Y sobre todo negó sus orígenes, al querer, al ser una mujer de piel clara, mimetizarse en un mundo dominado por los blancos (su flirteo la castigó de lleno cuando se supo quién era su madre)... En la América puritana y racista de los años 1950, lel cineasta siempre se ha mantenido insolente: celebra a una mujer a la que su familia quiere castigar por haberse enamorado de un jardinero Sólo el cielo lo sabe (All That Heaven Allows, 1955), o al playboy arrepentido que se convierte en cirujano para curar al que ha dejado ciego, Obsesión  (Magnificent Obsession 1954). Con él, y sobre todo en Imitación a la vida, oscilamos entre lo grandilocuente y lo grandioso...

Susan Kohner en Imitación  a la vida (1959)

Primavera en Akitsu (Akitsu onsen, 1962), de Kijû Yoshida

Es cuando ve a Shinko (Mariko Okada) sollozando, ese día de 1945 cuando el emperador anuncia la rendición de Japón, que Shûsaku (Hiroyuki Nagato), el desesperado, el suicida, decide vivir. Solo que no es muy bueno en eso. Duele. Y por lo tanto, lastima a los demás. Vagará, frustrado e insatisfecho, regresando sólo intermitentemente a quien habrá sido destruida a fuerza de esperarlo... Kijû Yoshida (nada que hacer, ¡este incansable y prolífico cineasta sigue siendo un desconocido entre nosotros!) Filma con travellings suntuosos a su heroína corriendo simbólicamente por los sinuosos y vacíos pasillos de una posada, en busca de un ser que nunca deja de huir... Hay Ophuls en Yoshida, menos en el estilo que en el look. Shûsaku y Louis Jourdan en Carta de una desconocida son iguales, además, casi hermanos...

Mariko Okada y Hiroyuki Nagato en Primavera en Akitsu (1962)

Moscú no cree en las lágrimas (Moskva slezam ne verit, 1980), de Vladimir Menshov

Entrenada por una excéntrica compañera, mintió, fingió ser la hija de un hombre rico, se rindió ante un vil seductor. En medio del deshielo post-estalinista, Katia (Vera Antonova) se encuentra embarazada, humillada, rechazada, odiada. Veinte años después, convertida en directora de fábrica, conoce al hombre perfecto. Un poco machista, de todos modos… Y para no perderlo, volverá a mentir… La crítica rusa odiaba la película, pero el público todavía la adora hoy. Apagón total en Francia. Compréndalo: en 1981, Vladimir Menshov tuvo la osadía de robarle el Oscar a la mejor película extranjera a François Truffaut por El último metro (Le dérnier métro)... Transijamos: la puesta en escena de Menshov es agradablemente aburrida. Pero el escenario, con sus giros y vueltas sentimentales y sus cálidos papeles secundarios, ilustra muy bien una de las leyes esenciales del melodrama: el placer de la compasión. ¡Ah, qué dulce es llorar cuando prevalece la fatalidad de la felicidad!
Vera Alentova en  Moscú no cree en las lágrimas (1980)

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