lunes, 3 de julio de 2023

Clásicos de cine: Hombre errantes

Hombres errantes (The Lusty Men, 1952), de Nicholas Ray

Jeff McCloud, una popular estrella del rodeo, incapacitado por una serie de accidentes, vuelve tras varios años de ausencia a Springs (Texas), su ciudad natal, para iniciar una nueva vida. Se dedica a entrenar para los campeonatos de rodeo a Wes, un joven que necesita ganar dinero para comprarse una pequeña granja.
Un interesantísimo y nada complaciente melodrama acerca del mundo de los rodeos y la nómada y desarraigada vida que llevan sus participantes. Es lo que nos ofrece Nicholas Ray, un cineasta del Hollywood clásico que se caracterizó paradójicamente por ser de los menos clásicos y más modernos. Y lo hace a través de un extraño triángulo amoroso, compuesto por un veterano del rodeo (Robert Mitchum), cuyas lesiones le han hecho retirarse de los concursos y un matrimonio formado por la bella y temperamental Susan Hayward y Arthur Kennedy, quien se convertirá en el próximo aspirante a estrella del rodeo, entrenado por el veterano y cuya aspiración es ganar un dinero fácil y rápido, para poder comprar su propio rancho.
“No hay caballo que no pueda ser montado, ni vaquero que no pueda ser derribado”. Esta frase se convierte en el leitmotiv de Hombres errantes y que tiene muchos paralelismos con la convulsa vida de este director, que acabó cayendo en adicciones y devastado por un cáncer, según lo cuenta Wim Wenders en Relámpago sobre el agua
Una película en blanco y negro con una buena fotografía de Lee Garmes, recreando en sus paisajes el sur del país. Una crónica sobre la atracción del abismo en la que tienen especial protagonismo las mujeres que siguen, por amor, a sus parejas; sufriendo solidariamente el alto riesgo; enganchadas, sin duda, a las descargas de adrenalina que corren paralelas a la próxima tragedia. Nicholas Ray crea una radiografía, una especie de documental de ese tipo de vida, y nos arrastra por las carreteras, por las caravanas, por los establos, por el calor, el polvo, los juegos de azar, por las juergas y locales nocturnos, por cada uno de los campamentos, por el propio espectáculo, los caballos, las reses y el destino de unos perdedores. La película profundiza en esos temas que tanto gustan a Ray: la búsqueda de un hogar, el retorno al lugar donde se fue feliz, la recuperación de las raíces y de la autoestima perdida, y sobre todos ellos, el amor redentor.
la cinta destila un lirismo nostálgico, quizás por su filiación al western, sin llegar a serlo. En una adaptación muy libre de la novela de Claude Stanush, que reescribían al parecer, y según Ray, por las noches el propio cineasta junto a Mitchum, ambos borrachos. Una película definitiva sobre el rodeo que influenció a directores posteriores a su generación, una vez más la sombra del fatalismo se cierne sobre los protagonistas, claros perdedores en un mundo masculino cuyo centro es Louise (Hayward), la mujer aparentemente juiciosa pero ambiciosa que desconfía de su marido, y es fruto del deseo del vapuleado Jeff. Una notable película que no deben perderse los buenos aficionados al cine.

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