domingo, 14 de mayo de 2023

La heredera: del amor al desegaño

Recientemente hemos celebrado el Día del Libro, concretamente el 23 de abril, es por ello que parece oportuno, recomendar este película adaptada de la novela corta, Washington Square de Henry James, 
ambientada en la Nueva York de 1850 y basada en un hecho real que había oído en Londres el escritor. Dicha adaptación de 1949 se tituló, La heredera (The Heiress), dirigida por el gran cineasta William Wyler. Nadie como él ha sabido escrutar los pliegues del alma en sus fascinantes y desgarrados melodramas: Jezabel (Jezebel, 1938), La carta (The Letter, 1940) o La loba (The Little Foxes, 1941), protagonizadas por su admirada Bette Davis; la grandeza de sus temas universales, el amor, el odio, la codicia, el despecho y la venganza, como en este que nos ocupa. Basado en la novela decimonónica de Henry James antes mencionada, con una excelente adaptación del matrimonio Goetz escrita previamente para Broadway, Wyler recrea la sociedad y los valores de la clase alta neoyorquina, donde el “leit-motiv” de la trama se resume en la palabra: Desengaño.
Olivia de Havilland en La heredera (1949)
A veces el amor no hace felices a quienes màs lo merecen, esperar que el amor nos haga felices, es causa segura de sufrimiento. Son algunas reflexiones que me produce esta magistral película. Catherine Sloper, heredera de una cuantiosa fortuna (una grandiosa Olivia de Havilland) es una mujer tímida, insegura y poco agraciada físicamente, que vive sometida a la prepotencia y crueldad de su padre, el acaudalado doctor Austin (un excelente Ralph Richardson) que adora a su fallecida esposa denostando a su hija al compararla con ella.
Montgomery Clif y Olivia de Havilland en La heredera (1949)
Subyugada por la oferta amorosa del arribista Morris Towsend (un fascinante Montgomery Clif) sin oficio ni fortuna, pero de lustrosa oratoria, y apoyándose en la tía Lavinia (estupenda Miriam Hopkins), voluntariosa celestina que se presta a solventar el futuro de su acomplejada sobrina, Catherine aguarda con ilusión y esperanza que su padre aprueba la relación. Y es entonces, cuando apreciamos el “estilo” de Wyler, que lleva el texto a su terreno: la gran dirección de actores en la que podemos intuir lo que piensan, sólo con las miradas y gestos; la brillantez de sus diálogos, lacerantes y perversos algunos del doctor hacia su hija, “Mírate al espejo, tu única virtud es el bordado, he de reconocerlo”; los detalles de puesta en escena, cómo acaricia Catherine los guantes olvidados por Morris; la lluvia y las escaleras como elemento dramático, la dirección artística.
Olivia de Havilland y Ralph Richardson en La heredera (1949)
El itinerario moral que sufren los personajes, especialmente Catherine, engañada y estafada en su buena fe, su vestuario es fiel espejo de sus sentimientos, al principio tonos oscuros hasta los tonos claros, las mentiras, las traiciones, el despecho y el rencor, con una gran fotografía de Leo Tover que sustituye al operador habitual Gregg Toland, recién fallecido, su atractivo casting, la seductora música de Aaron Copland adaptando la melodía Plaisir d´amour, la difícil sencillez de sus planos, nada aparatoso, tal vez poco personal pero apreciable en su conjunto, este es el “estilo” de Wyler, tanto en el western El caballero del desierto, también conocida como El forastero (The Westerner, 1940) y Horizontes de grandeza (The Big Country, 1958), como el gran espectáculo Ben-Hur (1959). 

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