jueves, 28 de febrero de 2013

Noticias de libro: Los últimos días en el Puesto del Este

Los últimos días en el Puesto del Este

Cristina Fallarás
Salto de página
Madrid
2013
112 págs,
Una mujer, la Polaca, sitiada con sus hijos y un pequeño grupo de resistentes. Su compañero, el Capitán, ha partido por vituallas y aguardan su regreso, cada vez con menos esperanzas. Los fundamentalistas —no sabemos exactamente quiénes son, aunque sí sabemos lo que son— han despedazado el mundo que conocemos y rodean la casa. Permanece cerrada, pero los sitiados pueden oír afuera la amenaza, los gritos en la noche, las uñas de los perros, los sacrificios. Mientras espera el desenlace ella construye con su voz un relato de amor desesperado, de rabia y de muerte.
Con un lenguaje, duro y febril, Últimos días en el Puesto del Este resulta un retrato poderosamente lírico de nuestros días, una metáfora de la hecatombe que la crisis ha instalado entre nuestras certezas.
Cristina Fallarás Sánchez (Zaragoza, 18 de marzo de 1968) escritora y periodista española.
Estudió periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona y ha colaborado en la Cadena Ser, El Mundo, El Periódico de Catalunya, RNE (Ràdio4), COMRadio, el diario ADN y Factual, así como también en programas televisivos de Cuatro y Antena 3.
Desde el 27 de noviembre de 2006 al 19 de febrero de 2012 mantuvo un blog (http://cristinafallaras.blogspot.com.es/), que cerró el 19 de febrero de 2012.
En 2008, estando en su octavo mes de embarazo, fue despedida de ADN, diario del que era subdirectora.
Dirige la web Sigueleyendo y ha sido pionera en la edición de libros digitales.
Las niñas perdidas (2011) le ha granjeado dos premios:  de Novela Negra L'H Confidencial y la convirtió en la primera mujer en ganar el Hammett que otorga la Semana Negra de Gijón; también ha sido galardonada su novela breve Últimos días en el Puesto del Este, Premio Ciudad de Barbastro de Novela Breve 2011.
En noviembre de 2012, según ella misma relató en un artículo, le llegó el desahucio porque, en el paro desde 2008, no ha podido pagar la hipoteca contraída por su vivienda con el BBVA.
Tiene dos hijos (cuatro y diez años).

Obras:

  • La otra Enciclopedia Catalana, Belacqua, 2002
  • Rupturas, Urano, 2003
  • No acaba la noche, Planeta, 2006
  • Así murió el poeta Guadalupe, Alianza, 2009
  • Las niñas perdidas, Roca Editorial, 2011
  • Últimos días en el Puesto del Este, DVD ediciones, 2011
EL PRIMER CAPÍTULO DE ÚLTIMOS DÍAS EN EL PUESTO DEL ESTE
DÍA 1
Arrecia el frío y aquí, en el Puesto del Este, empiezan a escasear las vituallas. Nueve meses de sitio son mucho tiempo. Ellos siguen ahí afuera, ya casi nunca se les oye, pero podemos sentir su tensión y oímos también las patas de sus perros, las uñas contra la piedra. Su silencio es casi peor que lo otro. El capitán partió a buscar algo, sólo eso, algo. Salió sin despedirse para no romper esto que llamamos equilibrio y que sólo es una representación a punto de romperse. Su ausencia resta ánimos a la tropa. Afortunadamente, están los niños y eso nos obliga a mantener el ánimo.
Anoche volví a soñar que hablaba contigo. Es importante. Descolgaba el cable de la radio y respondías desde aquellas tierras, no sé, desde quién sabe dónde. ¿Dónde estás? ¿Sigues vivo? ¿Conseguiste escapar y tienes una vida que se parece en algo a la vida? ¿Existe todavía ahí afuera esa posibilidad? ¿Dónde estás? Es importante sentir que puedo amar aún. No sé por cuánto tiempo. Descolgaba el cable de la radio.
—Hola, sigues ahí.
—No, no sigo, acabo de llegar.
—Mientes. No puedes vivir sin mí. Me estabas esperando.
En la radio de mi sueño jugábamos como cuando empezó todo esto, jugábamos: gato y ratón. En la última ocasión que te vi abrazabas a tu mujer en la entrada del aeropuerto en el DF, ¿recuerdas? Empezaste a volver la cabeza para mirarme una vez más, pero dejaste el gesto a medias y apenas pude vislumbrar tu pómulo derecho.
—No puedes vivir sin mí.
—No vivo.
—Sé que me estabas esperando.
—...
—¿Me estabas esperando?
—¿Cómo andan todos por allá?
—Siempre estás lejos.
Ni siquiera cuando sueño que vuelvo a hablar contigo te suavizas, pero me devoraste y no lo olvido. Ayer la pequeña me preguntó por el mar. Es imposible hablarle del mar a alguien que no lo conoce, como describir el amor. Le dije agua y le dije sal, movimiento y luna, le dije azul, negro, espuma, arena y roca. Te gustaba verme llegar mojada desde el agua aquella última vez, corriendo descalza hasta la terraza, yo notaba que se te reían los ojos, aunque nunca me miraras yo sabía que me estabas viendo, me divertía provocarte, tan serio y en tu lugar, con tus condecoraciones y las responsabilidades. Tan serios todos. ¿Por qué empezamos a tratarnos tan tarde? No es esa la pregunta. ¿Por qué todo fue destrozado, se rompió, justo después de devorarme aquella única vez? Ahora se me ha quedado atascado el vértigo en el pecho, ahora sólo puedo amarte, amarte para siempre por no haberte amado. A tu mujer le asustaban los pescadores del Coacoyul. Todo es azar, el modo en que fuimos a coincidir en la costa de Guerrero aquel último verano en el que ya todo empezaba a romperse. Otra vez. Cuando la niña me preguntó por el mar, estuve a punto de hablarle de ti, en fin, del amor. El mar es la convulsión que provoca el recuerdo de tu voz en mis huesos, que me convierte en polvo y después me sopla. Quizás por eso luego soñé contigo.
—¿Estás muy lejos, amor mío?
—Cruzaría el futuro por rozarte un instante.
—Dilo otra vez.
—Adiós.
¿Hasta ese punto te he construido?
Fue en la primavera de 2014. José me agarraba del brazo como si estuviera a un paso del precipicio, yo siempre estaba para él a un paso del precipicio, le gustaba colocarme ahí, imaginarme ahí, sólo para poder agarrarme fuerte del brazo y librarme de la muerte. José tenía la muerte en el tuétano, vivía con ella más que conmigo, yo le servía para volar a ratos, cortos. Vuestras citas, vuestras conspiraciones, vuestros ridículos protocolos. Me agarró fuerte del brazo y cruzamos la puerta del Dorchester para que todas las miradas vinieran a nosotros. Siempre era así. La envergadura de José, su fuerza y mi juventud, esa soltura de sabernos elegantes por poder. José y su mujer nueva. El veterano, el temido, el teórico y su joven polaca, la rubia del indio, mi escote tan blanco contra su oscuridad. Su pequeña diosa cubierta de azúcar impalpable.
—Vamos a cenar con unos amigos. Serás la más guapa, eres la mujer más  arrebatadora, la mía, mi mujer.
Ese tipo de cosas. Quién sabe por qué no me molestaban ese tipo de cosas  en José. A cualquier otro no habría vuelto a dirigirle la mirada, sólo por el posesivo, pero José era un hombre de cuando los hombres se educaban para galopar las tierras con fusta dura y reír a carcajadas, follar con las botas puestas y echarse al mundo cargados con un rifle por defender las cosas necesarias, las adecuadas, ¿cómo decirlo, las correctas? Un rifle, sí. Agarrar la cadera con ambas manos, enormes manos morenas, y manejarme así. Ya lo creo que me manejaba.
Recuerdo. Aquella noche Londres olía a aligustre y pensé que merecía el paso de mis tacones, seguramente por la forma en la que José me hacía sentirme en el mundo: situada justo en el centro, sobre una peana de mármol. En Londres todo cobra otra transcendencia, los acontecimientos se cubren con un aire ministerial. Será la reina. O será el imperio. La idea de Londres como centro del imperio en vuestras cabezas. Jugasteis, lanzasteis los dados: Nueva York, Londres, Moscú. Erais tan anticuados que daba risa.
Aquella misma semana había hablado con José.
—Dejémoslos en Londres con sus nieblas y el pasado. Vámonos tú y yo a Tokyo, ellos no te necesitan. Hay que estar en Tokyo, es el lugar...
Pero estábamos en Londres y entramos en el Dorchester.
Nosotros dos, tú y tu mujer y aquel tipo relamido, Gorostidi, que miraba. Hay hombres que miran como si ya estuvieran bajándose la bragueta y que susurran babas.
—Qué bella rubia. Le alabo el gusto, José.
Imbécil, imbécil, imbécil, sé quién eres, tú ejecutas el dolor y la muerte, sé tu nombre y conozco tus atribuciones, pero además lo llevas escrito en la mirada.
Y luego, tú.
—Un placer, señora. Mañana nos reuniremos aquí mismo, José, según parece.
Tu voz sólo, Ernesto. Me lanzaste tu voz sin mirarme. Recuerdo las grandes arañas y que pensé Esa voz, a la vez que pensaba ¿Sobrevivirían todas estas palmas tan enormes en casa, sería capaz?
—¡Ernesto! Mi buen Ernesto, siempre a la despistada. Qué bueno verte de nuevo —José lo llenaba todo siempre de timbre y de algo que olía a metal aceitado, apartaba los sonidos y los restos con presencia—. Estrella, estás preciosa, cada día más joven. Gorostidi...
—Vendrán...
—Gorostidi, por favor, ahora no. Estas dos preciosas señoras no merecen que las aburramos.
A medida que te escribo todo esto, se me coloca en el paladar el sabor exacto del vino de aquella noche. Tengo la certeza de que jamás volveré a probar ese vino. Ni ése ni ninguno semejante. Aquí, además del agua, quedan varias botellas de ron, ya pocas, que yo no pruebo. No me reconocerías, tanto tiempo hace que no bebo. Aunque lo perdimos todo precipitadamente, hay algunas cosas cuya pérdida se sigue produciendo en mí a diario, y el vino es una de ellas. Son cosas dispares, algunas tan inconfesables como el carmín, el perfume o cierta ropa interior, las medias de seda, el sabor de los albaricoques aún calientes de sol, el champán con cocaína. Aquí me he dado cuenta de que necesitaba más mi rouge que los diarios de la mañana, sólo te lo confieso a ti, aunque ya qué podría importar, y a quién.
El capitán está entregado en piel y cabeza a la supervivencia, se siente responsable, ha recuperado su muerte del alma. Yo trato de preservar mi capacidad de amar y una vaga idea de belleza que cada día que pasa se difumina más. Tenemos libros, claro, sobre todos restos de libros, y ahí me recupero y nos refugiamos, libros, papeles, lápices, tintas, ya conoces al capitán. Los libros... El otro día vi cómo mi hijo León se llevaba a un lado a la pequeña, a las traseras del Puesto, donde las grietas se han abierto de tal modo que a esas horas del día gruesas láminas de sol parten el espacio, carillas de oro para los niños. La pequeña crece salvaje y misteriosa. Sólo confía en su hermano y en mí, y a veces en el capitán, que con ella nunca ha ejercido de padre. León agarró de la mano a la pequeña y se sentaron sobre la piedra entre dos hojas de polvo dorado en suspensión, con los ojos cerrados. Él, con las piernas cruzadas y los codos apoyados en las rodillas. La niña muy tiesa, con las piernas rectas y la carita levantada al mediodía, pura expectación. Era evidente que se trataba de un ritual acostumbrado. Entonces él arrancó, de corrido, de memoria, sin vacilar: «Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lloviznoso...».
¿Recuerdas?
A tu mujer le asustaban los pescadores del Coacoyul creo que porque pescaban tiburones —«Esas bestias, esas bestias», decía negando con su mano de condesa algo rusa, algo venezolana, no se sabía si por los tiburones o por los pescadores—. Entonces tú me mirabas sólo una chispa, lo justo para encenderme.
—Llámame Ismael.
Sólo para mí. Sólo entre tú y yo. Ese tipo de tonterías, seguramente las mismas que me mantuvieron con los ojos cerrados hasta el final, tu distancia frente a mis insatisfacciones, mi empeño por devorar un espejismo. Los recortes de las hostias, sí, algo parecido al desecho de las obleas. 

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