lunes, 18 de marzo de 2013

Biografías literarias: Gabriel Celaya

Rafael Gabriel Juan Múgica Celaya Leceta (Hernani, Guipúzcoa, 18 de marzo de 1911 – Madrid, 18 de abril de 1991), conocido como Gabriel Celaya, fue un poeta español de la generación literaria de posguerra. Fue uno de los más destacados representantes de la que se denominó «poesía comprometida» o poesía social.
Su nombre completo era Rafael Gabriel Juan Múgica Celaya Leceta, lo que aprovechó para firmar sus obras como Rafael Múgica, Juan de Leceta o Gabriel Celaya. Presionado por su padre, se radicó en Madrid donde inició sus estudios de Ingeniería y trabajó por un tiempo como gerente en la empresa familiar.
Entre los años 1927 y 1935 vivió en la Residencia de Estudiantes, donde conoció a Federico García Lorca, José Moreno Villa y a otros intelectuales que lo inclinaron por el campo de la literatura, llevándolo a dedicarse por entero a la poesía. En 1946 fundó en San Sebastián, con su inseparable Amparo Gastón, la colección de poesía Norte y desde entonces abandonó su profesión de ingeniería y su cargo en la empresa de su familia.
La colección de poesía Norte pretendía hacer de puente entre la poesía de la generación de 1927, la del exilio y la europea. Aparecen así, bajo ese sello editorial, traducciones de Rainer María Rilke, Arthur Rimbaud, Paul Éluard o William Blake.
En 1946 publica Tentativas, libro en prosa en el que por primera vez firma como Gabriel Celaya. Esta primera etapa es de carácter existencialista.
En los años cincuenta se integra en la estética del compromiso (Lo demás es silencio 1952 y Cantos Iberos 1955, verdadera biblia de la poesía social). Junto a Eugenio de Nora y Blas de Otero, defiende la idea de una poesía no elitista, al servicio de las mayorías, "para transformar el mundo":

Cantemos como quien respira. Hablemos de lo que cada día nos ocupa. Nada de lo humano debe quedar fuera de nuestra obra. En el poema debe haber barro, con perdón de los poetas poetísimos. La Poesía no es un fin en sí. La Poesía es un instrumento, entre otros, para transformar el mundo. Gabriel Celaya, citado por Rodríguez Puértolas et. al en Historia social de la literatura española.

En 1956 obtuvo el Premio de la Crítica por su libro De claro en claro.
Cuando este modelo de poesía social entró en crisis, Celaya volvió a sus orígenes poéticos. Publicó La linterna sorda y reeditó poemas anteriores a 1936. También ensayó el experimentalismo y la poesía concreta en Campos semánticos (1971).
Entre 1977 y 1980 se publicaron sus Obras Completas en cinco volúmenes.
En 1986 es galardonado con el Premio Nacional de las Letras Españolas por el Ministerio de Cultura. Ese mismo año publica El mundo abierto.
En definitiva, la obra de Celaya constituye una gran síntesis de casi todas las preocupaciones y estilos de la poesía española del siglo XX.

Obra

  • Marea del silencio (1935)
  • La soledad cerrada (1947)
  • Movimientos elementales (1947)
  • Tranquilamente hablando (1947) (firmado como Juan de Leceta)
  • Las cosas como son (1949)
  • Las cartas boca arriba (1951)
  • Lo demás es silencio (1952)
  • Cantos Iberos (1955)
  • Campos semánticos (1971)
  • Itinerario poética (1973)
  • El mundo abierto (1986)


A veces me figuro que estoy enamorado...
A veces me figuro que estoy enamorado,
y es dulce, y es extraño,
aunque, visto por fuera, es estúpido, absurdo.

Las canciones de moda me parecen bonitas,
y me siento tan solo
que por las noches bebo más que de costumbre.

Me ha enamorado Adela, me ha enamorado Marta,
y, alternativamente, Susanita y Carmen,
y, alternativamente, soy feliz y lloro.

No soy muy inteligente, como se comprende,
pero me complace saberme uno de tantos
y en ser vulgarcillo hallo cierto descanso.

A Blas de Otero

Amigo Blas de Otero: Porque sé que tú existes, 

y porque el mundo existe, y yo también existo, 
porque tú y yo y el mundo nos estamos muriendo, 
gastando nuestras vueltas como quien no hace nada, 
quiero hablarte y hablarme, dejar hablar al mundo 
de este dolor que insiste en todo lo que existe. 

Vamos a ver, amigo, si esto puede aguantarse: 
El semillero hirviente de un corazón podrido, 
los mordiscos chiquitos de las larvas hambrientas, 
los días cualesquiera que nos comen por dentro, 
la carga de miseria, la experiencia —un residuo—, 
las penas amasadas con lento polvo y llanto. 

Nos estamos muriendo por los cuatro costados, 
y también por el quinto de un Dios que no entendemos. 
Los metales furiosos, los mohos del cansancio, 
los ácidos borrachos de amarguras antiguas, 
las corrupciones vivas, las penas materiales... 
todo esto —tú sabes—, todo esto y lo otro. 

Tú sabes. No perdonas. Estás ardiendo vivo. 
La llama que nos duele quería ser un ala. 
Tú sabes y tu verso pone el grito en el cielo. 
Tú, tan serio, tan hombre, tan de Dios aun si pecas, 
sabes también por dentro de una angustia rampante, 
de poemas prosaicos, de un amor sublevado. 

Nuestra pena es tan vieja que quizá no sea humana: 
ese mugido triste del mar abandonado, 
ese temblor insomne de un follaje indistinto, 
las montañas convulsas, el éter luminoso, 
un ave que se ha vuelto invisible en el viento, 
viven, dicen y sufren en nuestra propia carne. 

Con los cuatro elementos de la sangre, los huesos, 
el alma transparente y el yo opaco en su centro, 
soy el agua sin forma que cambiando se irisa, 
la inercia de la tierra sin memoria que pesa, 
el aire estupefacto que en sí mismo se pierde, 
el corazón que insiste tartamudo afirmando. 

Soy creciente. Me muero. Soy materia. Palpito. 
Soy un dolor antiguo como el mundo que aún dura. 
He asumido en mi cuerpo la pasión, el misterio, 
la esperanza, el pecado, el recuerdo, el cansancio, 
Soy la instancia que elevan hacia un Dios excelente 
la materia y el fuego, los latidos arcaicos. 

Debo salvarlo todo si he de salvarme entero. 
Soy coral, soy muchacha, soy sombra y aire nuevo, 
soy el tordo en la zarza, soy la luz en el trino, 
soy fuego sin sustancia, soy espacio en el canto, 
soy estrella, soy tigre, soy niño y soy diamante 
que proclaman y exigen que me haga Dios con ellos. 

¡Si fuera yo quien sufre! ¡Si fuera Blas de Otero! 
¡Si sólo fuera un hombre pequeñito que muere 
sabiendo lo que sabe, pesando lo que pesa! 
Mas es el mundo entero quien se exalta en nosotros 
y es una vieja historia lo que aquí desemboca. 
Ser hombre no es ser hombre. Ser hombre es otra cosa. 

Invoco a los amantes, los mártires, los locos 
que salen de sí mismos buscándose más altos. 
Invoco a los valientes, los héroes, los obreros, 
los hombres trabajados que duramente aguantan 
y día a día ganan su pan, mas piden vino. 
Invoco a los dolidos. Invoco a los ardientes. 

Invoco a los que asaltan, hiriéndose, gloriosos, 
la justicia exclusiva y el orden calculado, 
las rutinas mortales, el bienestar virtuoso, 
la condición finita del hombre que en sí acaba, 
la consecuencia estricta, los daños absolutos. 
Invoco a los que sufren rompiéndose y amando. 

Tú también, Blas de Otero, chocas con las fronteras, 
con la crueldad del tiempo, con límites absurdos, 
con tu ciudad, tus días y un caer gota a gota, 
con ese mal tremendo que no te explica nadie. 
Irónicos zumbidos de aviones que pasan 
y muertos boca arriba que no, no perdonamos. 

A veces me parece que no comprendo nada, 
ni este asfalto que piso, ni ese anuncio que miro. 
Lo real me resulta increíble y remoto. 
Hablo aquí y estoy lejos. Soy yo, pero soy otro. 
Sonámbulo transcurro sin memoria ni afecto, 
desprendido y sin peso, por lúcido ya loco. 

Detrás de cada cosa hay otra cosa que es la misma, 
idéntica y distinta, real y a un tiempo extraña. 
Detrás de cada hombre un espejo repite 
los gestos consabidos, mas lejos ya, muy lejos. 
Detrás de Blas de Otero, Blas de Otero me mira, 
quizá me da la vuelta y viene por mi espalda. 

Hace aún pocos días caminábamos juntos 
en el frío, en el miedo, en la noche de enero 
rasa con sus estrellas declaradas lucientes, 
y era raro sentirnos diferentes, andando. 
Si tu codo rozaba por azar mi costado, 
un temblor me decía: «Ese es otro, un misterio.» 

Hablábamos distantes, inútiles, correctos, 
distantes y vacíos porque Dios se ocultaba, 
distintos en un tiempo y un lugar personales, 
en las pisadas huecas, en un mirar furtivo, 
en esto con que afirmo: «Yo, tú, él, hoy, mañana», 
en esto que separa y es dolor sin remedio. 

Tuvimos aún que andar, cruzar calles vacías, 
desfilar ante casas quizá nunca habitadas, 
saber que una escalera por sí misma no acaba, 
traspasar una puerta -lo que es siempre asombroso-, 
saludar a otro amigo también raro y humano, 
esperar que dijeras -era un milagro-: Dios al fin escuchaba. 

Todo el dolor del mundo le atraía a nosotros. 
Las iras eran santas; el amor, atrevido; 
los árboles, los rayos, la materia, las olas, 
salían en el hombre de un penar sin conciencia, 
de un seguir por milenios, sin historia, perdidos. 
Como quien dice «sí», dije Dios sin pensarlo. 

Y vi que era posible vivir, seguir cantando. 
Y vi que el mismo abismo de miseria medía 
como una boca hambrienta, qué grande es la esperanza. 
Con los cuatro elementos, más y menos que hombre, 
sentí que era posible salvar el mundo entero, 
salvarme en él, salvarlo, ser divino hasta en cuerpo. 

Por eso, amigo mío, te recuerdo, llorando; 
te recuerdo, riendo; te recuerdo, borracho; 
pensando que soy bueno, mordiéndome las uñas, 
con este yo enconado que no quiero que exista, 
con eso que en ti canta, con eso en que me extingo 
y digo derramado: amigo Blas de Otero.



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