domingo, 2 de abril de 2023

Clásicos de cine: El verano de Kikujiro (II)

Con una hábil mezcla de comedia -a veces negra- a base de sketches, Kitano se asoma al absurdo del mundo, a su crueldad, pero también a su humanidad. La vida se convierte entonces en un gran campo de juegos que se observará de forma diferente según el punto de vista. Con un montaje elíptico, una narración fragmentada y una gran confianza hacia los personajes, el director de Zatoichi (2003) se erige como gran narrador. Así, la película se plantea como una road trip a través de Japón, en busca de la madre del joven protagonista.
Durante el camino se irán topando con distintos personajes de lo más pintorescos que se convertirán en compañeros de viaje y de fatigas, para el divertimento de Masao y de los espectadores. Durante el camino, los personajes van pasando de localización a localización, ajustándose -como bien van diciendo durante el metraje a modo de gag- al presupuesto que tienen para su odisea. Para ellos resulta igual de válido hospedarse en un hotel de cinco estrellas que en un campo perdido en mitad de la nada. Lo que importa es el viaje y la compañía mútua. La presencia del mar ha sido otra constante importante en el cine de Kitano. Lo ha utilizado como metáfora de liberación, de sanación o de reflexión. En el caso de “El verano de Kikujiro”, es precisamente en una playa donde se produce el mayor punto de inflexión de la narración.
A medida que pasan tiempo juntos, el personaje interpretado por Kitano no puede evitar verse reflejado en el pequeño Masao. Ambos resultaran siendo personajes abandonados por la sociedad. Viendo la tristeza de su pequeño compañero de viaje, el exyakuza le tomará bajo su protección y moverá cielo y tierra para arrancarle una sonrisa. Pasará de tener una actitud egoísta a adquirir una actitud paternal. Su personaje se revela como uno complejo y ambiguo. Es una persona nerviosa, violenta y grosera. A primera vista, una mala influencia para Masao. Junto a él, en el hieratismo del pequeño protagonista y su expresión seria, se intuye una mayor madurez de la que debería. A lo largo del verano, Kitano enseñará a su joven compañero a desprenderse de sus preocupaciones, y a vivir la infancia como debería cualquier niño.
Así, la sorpresa viene cuando se invierten los roles: el niño se convierte en espectador de alguien tan divertido como irresponsable. Se podría decir que Kitano encuentra aquí un personaje hecho a su medida. Pues encuentra el equilibrio del dramatismo visto en sus roles anteriores -a destacar la muy recomendable Hana-bi. Flores de fuego (Hana-bi, 1997)-, y un sentido del humor que remite a la absurdez del mítico programa “Humor amarillo”, del que Kitano fue responsable.

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