domingo, 1 de agosto de 2021

Las 100 mejores películas de terror del siglo XXI (XXXIII)

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06.- Midsommar (2019), de Ari Aster. No lo tenía fácil Ari Aster para que su segundo trabajo como director estuviera a la altura de su potente ópera prima. Hereditary (2018) había sido un revulsivo en el subgénero de terror demoníaco, bajo las formas de un oscuro y claustrofóbico drama familiar, y Midsommar, pese a conservar las señas de identidad de uno de los cineastas más personales del momento, se reveló como una apuesta aún más controvertida y radical, así como completamente opuesta. La luminosidad (incluso durante las noches luce el sol) y los espacios abiertos de una peculiar aldea sueca sustituyen a la sensación de encierro de la anterior película. Es hasta allí donde viajan Esa Dani (magnífica Florence Pugh), su novio y un grupo de amigos de este último para asistir a una celebración ancestral, que los lugareños realizan cada 90 años, conmemorando el solsticio de verano. El ambiente idílico del lugar, con sus verdes praderas y detalles florales adornando cada rincón; anfitriones aparentemente acogedores y serviciales, ataviados de inmaculadas vestimentas blancas; y sus diferentes festejos, desde almuerzos colectivos al aire libre a cánticos atemporales, se contrapone al tormento interior que vive Dani –perdió a toda su familia en circunstancias violentas y tampoco atraviesa el mejor momento con su novio, con quien vive una relación bastante tóxica– y a las sutiles señales que delatan que detrás de tan inofensiva festividad se esconde un trasfondo oscuro e intenciones nada sanas. Hay que aplaudir el excelente trabajo de ambientación, dirección artística y la preciosista fotografía de Pawel Pogorzelski, que hacen que el filme luzca impresionante, a pesar de haber costado unos modestos 9 millones de dólares. La historia, muy sugestiva, bebe claramente del Folk Horror clásico, con cultos paganos que remiten a la imprescindible El hombre de mimbre (The Wicker Man, 1973), de Robin Hardy, y zonas rurales tan poco receptivas a las visitas de turistas como la de 2000 maníacos (Two Thousand Maniacs!, 1964), de Herschell Gordon Lewis. Abundan en Midsommar las escenas truculentas (incluso gore) y elementos tan sórdidos como la gastronomía antropofágica (el canibalismo de toda la vida) o rituales sexuales, y, sin embargo, se las arregla Ari Aster para mantener, en todo momento, una elegancia fuera de lo común. El ritmo sinuoso del relato favorece la construcción de personajes y la descripción de enrarecidos ambientes, posibilitando que la cinta acabe siendo una experiencia sensorial, profundamente inmersiva, de casi dos horas y media de duración, que culmina en un desenlace tan catártico como espeluznante. El terror se cocina a fuego lento y, pese a que tarda en arrancar, nunca da la sensación de que sobre ni una sola escena o línea de diálogo. Todo está en su lugar, incluso el humor, tan negro y bizarro que algunas de sus secuencias más cruciales podrían haber caído en el ridículo más absoluto si no estuviese detrás la mano firme de su director para esquivarlo con genialidad. Fue de lo mejor de 2019.
05. Déjame entrar (Låt den rätte komma in, 2008), de Tomas Alfredson. El escritor sueco John Ajvide Lindqvist sorprendió al mundo en 2004 con Déjame entrar, una novela que suponía una vuelta de tuerca sobre el mito de los vampiros y que logró ser un gran éxito de ventas. La clave de esta buena acogida fue la hábil combinación de una bonita historia de amor adolescente con temas bastante controvertidos y actuales como las drogas, la prostitución, la pedofilia o el bullying. El propio novelista se encargaría del guion para su salto al cine, suavizando algunos de los ingredientes más espinosos del libro, mucho más explícito, mientras que en la silla del director se sentó Tomas Alfredson. El resultado fue una de las mejores películas de terror de los últimos años y una de las obras que con más seriedad se ha acercado al tema del vampirismo. La acción tiene lugar a principios de la década de los ochenta en Blackeberg, un suburbio de Estocolmo. Allí vive, junto a su madre, Oskar, un inteligente, pero retraído adolescente de doce años que sufre el acoso continuado de unos crueles compañeros de colegio, y que encontrará una válvula de escape con la llegada al vecindario de Eli, que se ha mudado a la casa contigua a la suya en compañía de un adulto llamado Hakan. Pese a que en la novela se habla claramente de que Eli es un personaje masculino que ha sufrido una castración, en la versión cinematográfica –y a aún más en su posterior remake norteamericano dirigido por Matt Reeves– este hecho únicamente queda sugerido en una breve escena en que aparece Eli cambiándose de ropa y se le ve la cicatriz. Tampoco se hace hincapié en la verdadera naturaleza de la relación entre el vampiro y Hakon, que aparece como un desinteresado protector (y proveedor de sangre fresca) de Eli, obviando sus tintes pedófilos. Pequeños detalles omitidos (o camuflados) con el fin de restar sordidez y polémica a una película que se presenta como un hermoso romance adolescente entre Oskar y “la vampira” Eli. Una maravillosa historia, de tintes fatalistas, que navega por el camino de la aceptación, la amistad y el posterior amor entre dos personajes inadaptados, que parecen no encontrar su lugar dentro de la sociedad. Dos seres aparentemente oscuros que logran desbordar luminosidad y esperanza cuando están juntos, olvidándose por un instante de las palizas en el colegio, las continuas discusiones entre padres divorciados o la soledad de quien está condenado a vivir eternamente atrapado en el cuerpo de un niño. Una obra maestra del cine europeo que dignifica el género a base de realismo y sinceridad trascendiendo fuera de su género, y cuyo título evoca al mito ancestral de que los vampiros no pueden cruzar el umbral de una casa sin antes haber sido invitados a hacerlo.
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