lunes, 17 de mayo de 2021

Montgomery Clift, la cara de ángel caído de Hollywood (I)

Pudo haber conocido un destino al estilo Brando. Por el contrario, el atormentado actor, que se puede ver en la recientemente reeditada La heredera (The Heiress, 1949), tuvo un largo descenso a los infiernos. Su carrera, pendular, sufrió como resultado. Pero no por ello es menos emocionante.
A Montgomery Clift (1920-1966) no le gustaba demasiado La heredera. Lo que no significa nada: no le gustó casi nada de lo que Hollywood le ofreció, hasta el punto de rechazar proyectos atractivos (El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) de Billy Wilder, Al este del Eden (East of Eden, 1955), de Elia Kazan). Queriendo reescribir, en ocasiones, los papeles que aceptaba, también los de sus compañeras, como el de Olivia de Havilland en la película de William Wyler, que no cedía… Era exigente y brillante, el más talentoso, sin duda, de esa generación de actores que emerge, a través del Actor's Studio, en el teatro americano y el cine de los años 1950. Más frágil y más matizado que Marlon Brando. Más varonil y más confiado que James Dean. Más torturado que los dos juntos.
Montgomery Clift al lado de Olivia de Havilland en La heredera (1949) de William Wyler 
Si La heredera, un gran éxito, además, es representativa de la carrera de "Monty", es porque encarna a un falso cándido dispuesto a hacer cualquier cosa para triunfar, incluso simular un sentimiento. Un doble ser... Lo que habrá sido toda su vida, de hecho: obligado a esconderse definitivamente. Como el nuevo rostro que luce tras el terrible accidente automovilístico de 1956 que lo dejó desfigurado. Los cirujanos lo operan lo mejor que pueden. Hacen milagros. De todos modos, antes era guapo, el actor más hermoso de Hollywood. Después de eso, solo será una cara molesta que abruma. Un fantasma de sí mismo cuyos ojos parecen clamar constantemente por ayuda, tanto a sus compañeras (Elizabeth Taylor en De repente, el último verano (Suddenly Last Summer, 1959); Lee Remick en Río salvaje (The Wild River, 1960) como al público.
La hipocresía del cine
Otra máscara: era gay, lo que, en Estados Unidos en ese momento, no se se decía, se vivía en la clandestinidad, con todos los riesgos y peligros que ello conllevaba. Reina el "Lavender scare" (la persecución contra los homosexuales): abundan los chantajistas si el secreto está bien guardado, los estudios se desentienden si eras descubierto: era una vergüenza, entonces, y por tanto, oprobio, y destierro... En Plegarias atendidas ( ), de Truman Capote, su novela inconclusa "proustiana", describe, con un humor feroz, una cena alucinante (y probablemente verdadera) que reunió a tres alcohólicos notorios: Montgomery Clift, la actriz Tallulah Bankhead y la novelista Dorothy Parker. La cual, bien borracha al final de la velada, acaricia la frente, los pómulos, los labios del actor, no muy fresco tampoco él. "Es tan guapo", susurró la señorita Parker. Sensible, muy bien hecho. El joven más hermoso que he visto en mi vida. Entonces, todavía según Truman Capote, se oye la frase: "Qué lástima que sea un chupapollas"... Estar avergonzado de quien se es. Tener que aguantar la hipocresía y la mediocridad de Hollywood. Tener que aguantarse a sí mismo y no tener éxito nunca... Para protegerse de la ansiedad, bebe, se droga, flirtea. Mucho. Bastante, según uno de sus biógrafos, Sébastien Monod, que en L'Enfer du décor lo describe repetidamente recogido por sus amigos, de madrugada, frente a clubs gay, sucio, devastado, inconsciente...
Montgomery Clift y Elizabeth Taylor en Un lugar en el sol (1951) de George Stevens
(cont.)

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