sábado, 23 de octubre de 2021

El cine de Cristi Puiu (IX)

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Una de las conclusiones más significativas del análisis de la posmodernidad que propone Lipovetsky en La era del vacío tiene que ver con lo que él denomina proceso de personalización. Se refiere de este modo al efecto individualizador que han tenido y tienen las sociedades del bienestar que se desarrollaron tras la Segunda Guerra Mundial, y por el cual un individuo se piensa así mismo y piensa el mundo desde una absoluta subjetividad que se rinde al placer en todas sus manifestaciones. La conciencia de lo colectivo queda así anulada por una nueva conciencia de carácter hedonista que cuestiona incluso los límites de la moral y la ética, sacrificados en el altar del culto a la personalidad. El bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, la justicia y la injusticia, cualquier dialéctica conceptual pierde su sentido ortodoxo frente a esta forma de ser y estar que empuja al individuo a demandar una libertad plena, redimida de cualquier obligación. El posmoderno es un ciudadano que solo quiere unos derechos: los suyos. De los tres ideales de la modernidad asociados a la Revolución francesa, la posmodernidad privilegia la libertad, el valor estrella del individualismo, frente a la igualdad y la fraternidad, de naturaleza común y solidaria.
Esta reflexión resulta pertinente para entender el cambio de rumbo que supone Aurora, un asesino muy común (2010) en la carrera de Puiu, un director que de aquí en adelante se muestra más interesado en filmar manifiestos filosóficos que películas de tinte realista. En este caso, la historia de un tipo corriente que planifica con extrema frialdad el asesinato de aquellos a quienes considera culpables de su divorcio, es una excusa para retratar las características del hombre posmoderno. Y lo hace, de nuevo, situando la acción en esa Rumanía de principios del siglo XXI en la que el capitalismo se abre paso a codazos entre los restos del socialismo de la era Ceaucescu. Viorel, su protagonista, interpretado por el propio Puiu, podría ser analizado desde otros puntos de vista; acaso el más evidente sea el psicológico en tanto en cuanto no deja de ser un psicópata. Sin embargo, la aproximación filosófica y/o sociológica arroja luz sobre una nota recurrente en el cine del director rumano a partir precisamente de Aurora: la denuncia de un presente enfermo que arroja a los individuos poco a poco a los brazos del fascismo. Lo explica claramente Puiu: «Un individuo que está atascado en su propia filosofía, que no es lo suficientemente flexible como para hacer concesiones, puede terminar matando a alguien, suicidándose o abandonando la vida en comunidad».
Hay una conexión obvia entre la personalidad de Viorel y la de ese hombre posmoderno que, según Lipovetsky, solo está pendiente de sus obsesiones y necesidades, convencido de que su forma de actuar es la correcta, que el mundo iría mejor si todos pensaran como él, que lo comunitario, lo civilizado, lo normativizado, en fin, asfixia la expresión individual de sus deseos. Los dos, Puiu y Lipovetsky, enfrentan al público cada uno a su manera con una paradoja que ayuda a entender buena parte del cine de autor contemporáneo europeo. A saber, que el individualismo produce a la vez indiferencia al otro y sensibilidad al dolor del otro. Viorel es consciente del valor de la vida, pero en su conducta ya no manda un sentido superior del orden ético o la moral. Prima una inclinación egoísta, se diría incluso infantil, vaciada de cualquier razonamiento o lógica, que le lleva a atender solo sus impulsos. Los asesinatos no solucionarán su fracaso vital, y él lo sabe, pero satisfacen un instinto primario de venganza que le produce placer. Viorel mata porque quiere y puede hacerlo, a la manera de ese superhombre nietzscheano que aspiraba a ser únicamente un Ello. Sin filtros.
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