sábado, 18 de mayo de 2013

Biografías de cine: Alfredo Mayo

Alfredo Mayo

Decir Alfredo Mayo es decir el cine español de los años 40: tal vez porque nadie como él supo ofrecer con mayor acierto la imagen del galán heroico y arrogante que las películas del momento exigían. Referir la historia cinematográfica de Mayo es, en buena medida, resumir parte del acontecer inevitable del cine español, fundamentalmente del período que surge tras la Guerra Civil española y se extiende uniforme hasta la lejana esperanza de los primeros años 50. En esta etapa, más dada a la indecisión que a lo imposible, resulta ser Alfredo Mayo, el símbolo casi espiritual de los sueños e ideales a los que se pretende dar rienda suelta en la mitología de las pantallas. Tal vez por ello, nadie como él describe con tanta exactitud esa tenaz lucha por conquistar la gloria, en realidad nunca hallada, por parte de quienes decidían la voluntad cinematográfica del país, ni tampoco nadie como él ha conocido con tanto esplendor lo que es vivir por unos años en el mágico paraíso de las estrellas. En realidad, este hombre, nacido Barcelona en 17 de mayo de 1911, se convertía por afán propio, y por designio del público, en el actor más cotizado de los años 40, y en una de las primeras  leyendas nacionales (moriría en Palma de Mallorca el 19 de mayo de 1985).
Hasta entonces la trayectoria filmográfica de Alfredo Mayo apenas si se había prodigado, lo que parece confirmarse que era esencialmente un actor fruto de su década de esplendor. En tal sentido, sólo un par de mediocres producciones pobremente avalan su discurrir profesional durante los años 30, al margen de sus tímidas incursiones al mundo del teatro (comenzó en el teatro con el tarraconense Ernesto Vilches, quien había trabajado en Hollywood como actor), cuando a finales de la década de los 20 opta por abandonar sus estudios de Medicina. En 1935 comienza en el mundo del cine con la película El 113 dirigida por el propio Vilches en donde interpreta a un joven ingeniero llamado Marcelo Brichot.
Una significativa imagen de Harka: la ambientación, decorados
e iluminación crean una atmósfera de singular relieve
De este modo llega Alfredo Mayo a los 40 con una experiencia como actor prácticamente improbada. Tal vez sólo su participación en Las tres Gracias (1936), coproducción hispano-portuguesa realizada por Leitáo de Barros, sobre la vida del poeta Manuel María Barbosa du Bocage, que interpretaría el propio Alfredo Mayo, permite observar sus dotes de galán joven. No obstante a ello, nacida la nueva década, su nombre es de inmediato incorporado al reparto de un melodrama folletinesco de Eusebio Fernández Ardavín, La florista de la reina (1940), en donde interpreta a Juan Manuel un poeta débil, soñador y pusilánime. En ella su inexperiencia cinematográfica, unida a la falsa imagen que ofrece de un escritor enfermo de tuberculosis, da como resultado una interpretación de poco creíble dramatismo, que no parecía augurar un futuro demasiado optimista.
Con todo, Carlos Arévalo, en el transcurso de ese mismo año, da crédito a su imagen, entre sugerente y viril, dejando que la fortuna pueda sonreírle en su película de ambiente militar, ¡Harka! (1941). Oficial de aviación del ejército nacional durante los años de guerra, Alfredo Mayo parece sentirse en ella en su propio ambiente. Como el capitán Sidi Absalán Balcázar su talante personal da la justa medida del personaje: héroe individual, capaz de cualquier gesta, amigo de sus amigos hasta la muerte, militar fiel a los ideales por los cuales lucha, hombre de bien, con un corazón tan inmenso como su propio valor ante el combate. Era evidente que con ello Alfredo Mayo había creado la imagen que pronto habría de convertirle en la estrella más sobresaliente de los 40. De este modo, ¡Harka! supone su primera, y a la vez, gran película de impacto popular, un paso de gigante hacia un estréllalo que quizá ni él mismo hubiera imaginado. Por lo pronto, la productora del filme, Cifesa, la más destacada del momento, se apresta a su contratación en firme, encauzando sin pérdida de tiempo su trayectoria profesional en una continua línea de éxitos.
Tras ¡Harka!, por tanto, resultaba inevitable que comenzara a dar vida a nuevos personajes de características similares, al menos en lo que a su “conciencia” espiritual y combativa se refiere. Se significa así su “ardiente heroísmo” en títulos como Escuadrilla de Alfredo Román y Raza (ambas de 1941), de José Luis Sáenz de Heredia, basada en una novela homónima de Francisco Franco, que firmó con el pseudónimo de Jaime de Andrade. En ésta, su protagonismo alcanza aún más relevancia si cabe, adueñándose del alma del capitán José Churruca, uno de los símbolos cinematográficos más consistentes de la España de los vencedores. En medio protagoniza Sarasate, donde encarna al compositor Pablo Sarasate.
De igual modo, se reitera Alfredo Mayo en su personalidad, en gran medida apologética del  individuo amo de su destino, en películas como ¡A mí la Legión! (1942), El santuario no se rinde (1949) de Arturo Ruiz Castillo, de clara inspiración militar, y en películas de época como Un caballero famoso y El abanderado (1943), película de reconstrucción histórica, ambientado en la España napoleónica. Y en dramas como El frente de los suspiros (1942) de Juan de Orduña, basada en la novela de Jaime de Salas Merlé o Audiencia pública (1946) de Florián Rey.
Por aquellos años era ya Alfredo Mayo el galán más destacado del cine  español, capaz de cautivar el corazón de las “jovencitas”, y, tal vez incluso, el de los empresarios de salas de cine, que veían en él un extraordinario filón de cara a la taquilla. Su fuerza popular, además, se vio aún acrecentada cuando comienza a compartir honores de reparto con Amparito Rivelles, lo que no sólo supuso un importantísimo impacto comercial, sino que favoreció sin duda el fervor del comentario callejero y el chismorreo de diarios y revistas. Al margen de lo que parece ser que fue un idilio amoroso, lo cierto es que la combinación Mayo-Rivelles funcionaba admirablemente bien, llegando a convertirse en la pareja cinematográfica por excelencia a lo largo de la década. Entre las películas que contaron con la aportación artística de ambos, quizá puedan destacarse: Malvaloca (1942), de Luis Marquina de tendencias dramático-folklóricas, adaptación de una obra de teatro de Joaquín Álvarez Quintero y  Serafín Álvarez Quintero, y Deliciosamente tontos (1943), una intrascendente comedia realizada por Juan de Orduña muy al estilo de la época.
Con una y otra película ponía Alfredo Mayo de manifiesto que no todos sus trabajos correspondían al prototipo del héroe intachable y valeroso, aunque sí era inevitable que su talante de galán irresistible se ajustara siempre a lo que en todo momento se esperaba de él. En Deliciosamente tontos, por ejemplo, se aproxima a sus posibilidades de actor cómico, mientras en otros títulos tiende hacia la situación dramática y, en cualquier caso, gusta de dar vida a viejos personajes casi de leyenda, como en Luis Candelas, el ladrón de Madrid (1947), de Fernando Alonso Casares, y El marqués de Salamanca (1948), de Edgar Neville, recorrido parcial, en todos los sentidos, de José de Salamanca en un cuadros costumbrista, recreación medio imaginada de un Madrid idealizado, castizo y popular, contemplado esta vez en sus salones, despachos y ministerios. 
También durante la década de 1940 participaría en algunas comedias: El camino de Babel (1945) de Jerónimo Mihura; Pototo, Boliche y Compañía (1948) de Arturo Ruiz Castillo, realizada a partir de los personajes de un conocido programa radiofónico de la época. Así mismo participó en varias películas cuya temática era la Guinea Española: Su última noche (1945) de Carlos Arévalo, o   Afan-Evu, el bosque maldito (1945) de José Neches, sobre un guión de Wencesla Fernández Flores que adapta su novela homónima.
La nueva década comenzó con Séptima página (1950) de Ladislao Vajda, crónica de la actividad cotidiana de un diario llamado "La Jornada". A través de los sucesos que cubre el cronista de sociedad y que ocupan precisamente la séptima página, surge un retrato de las diferentes clases sociales de la España de los años 50 y una visión de la realidad en la que se entremezclan hechos cómicos, policíacos, sentimentales, dramáticos e incluso trágicos. A la que siguió Debla, la virgen gitana (1951) de Ramón Torrado, en la que a través de una obra pictórica nos narran la historia del pintor Eduardo Miranda que, una noche, mientras observa a un grupo de gitanos bailando, descubre a una bella muchacha granadina llamada Carmen. Deslumbrado por su belleza le propone pintarla en un cuadro. Esto provoca que la gente murmure por el barrio y, a la vez, despierta los celos de su mujer. Estuvo nominada a la Palma de oro en el Festival de Cannes de ese año.




















Conseguir más de lo que había logrado Alfredo Mayo en el transcurso de los años 40 posiblemente hubiera sido difícil. Quizá por ello, cuando la década siguiente surge en la frontera de nuevas perspectivas, su halo de esplendor comienza lentamente a oscurecer. Durante la misma, no obstante, su nombre aún mantiene viva la admiración de quienes se habían sentido profundamente fascinados por el resplandor de su heroísmo, o por sus lances de amor imposible.
A ello, sin duda, contribuyen los nuevos intentos por recuperar su imagen de éxito. Entre otros, son los casos de:
  • La leona de Castilla (1951), el drama histórico de Juan de Orduña, tan del gusto del momento;  

  • ¡Hombre acosado! (1952), de Pedro Lazaga, una película de intriga, 

  • y la adaptación de la obra clásica de Pedro Calderón de la Barca, El alcalde de Zalamea (1953), puesta en imágenes por José Gutiérrez Maesso, en la que en buena medida hace suyo el papel de antihéroe, algo escasamente habitual en el contexto de su filmografía inicial. 

Igualmente consigue avivar el fuego de su éxito con su participación en El último cuplé (1957), la película de Juan de Orduña de extraordinario impacto comercial. Alfredo Mayo realiza en esta película un papel menor como el gran duque de Rusia. Al final de esta década realiza tres co-produciones: Misión en Marruecos (Mission in Morocco, 1959) de Anthony Squire y Carlos Arévalo, donde vuelve a aparecer quince años después (como antes en Arribada forzosa (1944) de Carlos Arévalo), junto a Lex Barker, Fernando Rey, Juli Reding, Silvia Morgan; y Las legiones de Cleopatra (1959) de Vittorio Cottafavi, donde realiza el papel de Octavio Augusto.
Con ellas, Alfredo Mayo ponía fin a una larga etapa donde la suerte le había constantemente acompañado, haciendo de él el rey de un particular universo estelar. A partir de esos momentos, por tanto, su trayectoria profesional cambia casi de forma radical de orientación. De actor de primera línea va pasando a intérprete secundario, en una progresión descendente que va a extenderse prácticamente hasta mediados de la década de los 60.
Son largos años a los que pertenecen títulos de escaso interés como La reina del Tabarín (1960), de Jesús Franco, Hola, Robinson (Robinson et le triporteur, 1960) de Jacques Pinoteau, Fray Escoba (1961), de Ramón Torrado, Los guerrilleros (1962) de Pedro Luis Ramírez, El secreto de Tomy (1963) de Antonio del Amo etc. Son conocidas sus colaboraciones en las películas 55 días en Pekín (55 Days at Peking, 1963) de Nicholas Ray, con Charlton Heston y El millón de Madigan (Un dollaro per 7 vigliacchi, 1968) de Giorgio Gentili, junto Dustin Hoffman.
No obstante, en 1965 un hecho notable volverá a relanzar la trayectoria profesional de Alfredo Mayo. Se trata de su participación en el reparto de La caza (1965), gracias a la confianza puesta en él por parte de su realizador, Carlos Saura. Su interpretación en ella, plena de vigor, dando la medida exacta de su personaje, permite descubrir a un nuevo actor nacido de su propia experiencia. Había, sin duda, perdido su popularidad, pero había notablemente ganado en calidad interpretativa, lo que hacía de él, desde ese momento, y en adelante, uno de los más destacados actores de carácter del cine español de esta etapa, igualmente dotado para la comedia y el recurso específicamente dramático. Esta película obtuvo en el Festival de Berlín el Oso de Plata al mejor director y Alfredo Mayo lograría el premio del Círculo de escritores cinematográficos.
El último período en la filmografía de Alfredo Mayo se mantuvo firme dentro de esas especiales características suyas de intérprete siempre seguro y eficaz, sin necesidad de volver al primer plano de su inmensa fama ya perdida. A este período final de su historia particular corresponden películas de mérito tales como: 
  • Peppermint frappé (1967), de Carlos Saura; 

  • Los desafíos (1969) de Rafael Azcona, José Luis Egea, Víctor Erice, Claudio Guerín, que le supuso su segundo premio del Círculo de escritores cinematográficos; 

  • El bosque del lobo (1970), de Pedro Olea; Con uñas y dientes (1977), de Paulino Viota; 

  • Los restos del naufragio (1978), de Ricardo Franco; 


  • Patrimonio nacional (1980), de Luis García Berlanga, y 

  • Bearn o la sala de las muñecas (1982), de Jaime Chévarri.


A las que puede añadirse su espléndida intervención en la serie televisiva Cañas y barro, realizada en 1978 por Rafael Romero Marchent con guión de Manuel Mur Oti, basada en la novela homónima de Vicente Blasco Ibañez.
En todas ellas aportó Alfredo Mayo un especial talante de intérprete de excepcionales condiciones, que poco o nada tiene que ver con aquel joven galán por el que las mujeres suspiraban y los hombres envidiaban su fortaleza y valentía. Y es que Alfredo Mayo, se quiera o no, fue, en buena medida, un brillante espejo en el que media España contempló un buen día sus esperanzas y frustraciones.
Falleció durante el rodaje de la serie Tristeza de amor (1986), donde iba a interpretar a un hombre maduro, aún atractivo, que se enamora de la locutora de la emisora, siendo sustituido por Eduardo Fajardo.

Fuentes:

Faulstich, Werner y Korte, Helmut (comp.) (1999): Cien años de cine 1895-1995. Vol. 5. Artículo de consumo masivo, 1977-1995. Madrid: Siglo XXI editores.
Cousins, Mark (2005): Historia del cine. Barcelona: Blume.
Ellis, Jack C. y Wright Wexman, Virginia (2002): A History of Film. Boston: Allyn and Bacon.
Torres, Augusto M. (2004): Directores españoles malditos. Madrid: Huerga Fierro editores.
Santaolalla, Isabel (2005): Los Otros, etnicidad y raza en el cine español contemporáneo. Zaragoza: Prensa Universitaria.
VV. AA. (1990): Historia Universal del Cine, Vol.4. Barcelona: Planeta.


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